La primera novia - Lucas Bruno

 

La primera novia

…Ni que la hierba ansiosa

haya crecido sobre mi tumba,

sino que, mientras esté muerto en vida,

nunca estaré, mi adorada, en soledad.

(“Para M”, Edgar Allan Poe)

 

Benito ha vuelto de la playa con el color del bronce, el olor de la arena tostada por el aire, y su propio aire de eterna evidencia de soledad.

Justo antes de que llegara, Cecilia le confesaba, al otro, con límpido pudor su amor. Su confuso amor de mares y veranos. Tan lejanos, tan distantes como ella, como ellos, como este enero imbécil de desazón.

No podía responder ni corresponder al llamado de Cecilia. Simplemente no podía, ella estaba con Benito y además ya la había amado en tiempos en los que su estrella brillaba en otros cielos. No habría coincidencia en estos días, aunque le hubiese confesado su amor lejos de Benito, su interpelación era solo una demanda que se le antojaba a ella, era el reclamo de su conciencia, su convencimiento pleno de haber brillado a destiempo. Y es justamente por eso, porque era una pretensión momentánea, que no iba a funcionar, aunque dejara de ser tan estúpida de la noche a la mañana.

El día que llegaron, por la noche, bebieron un exótico Jack Daniel´s, en la galería.

Llovía, y aunque los deleitaba brevemente la suave lluvia que les salpicaba un poco los pies, les gustaba mucho más saber que también llovía sobre el mar, sobre la arena, sobre la playa, esa conjunción de naturaleza sobre naturaleza, tan homogénea, tan inconexo fárrago de arena, agua, gaviotas y sales; piedras, caracoles, truenos y olas; cangrejos, aguas vivas; la confesión de todo el verano, todos los veranos, que se derrama con alboroto desde el cielo negro encerrándolo todo en la misma cosa.

Se preguntó después, unos días después, por qué demonios había aceptado ir, en primera instancia, exponer tantos azares porque sí, fue casi una maldad. No habría imaginado que…

Lo descubrió en los primeros momentos del corto viaje. Un poco antes de todo el suceso narcótico. Quiso poder retroceder el tiempo y eliminar la decisión de haberse unido al grupo. Qué estupidez un viaje a la playa “como en los viejos tiempos”, qué tontería el afán de vivir para siempre, de no tener sombras, de exhalar inocentes, hasta el último día, bocanadas de ignara adolescencia.

Se acomodaron todos en la antigua casa de uno de ellos. La casa que tenía su familia desde siempre. Las habitaciones, como en un hotel, eran contiguas, distribuidas a lo largo del pasillo, la cocina era enorme, el jardín, delante de la casa, verde y carnoso de plantas de todo tipo. Una galería rodea toda la casa, y con un sencillísimo sistema nervioso, conduce con sus canaletas la lluvia.

Cecilia y Benito se instalaron en la habitación pegada a la de él, los otros, más lejos.

La noche primera, la noche de la lluvia y el whisky, se les fue entre viejas anécdotas y leves borracheras compartidas. De todos modos, él la dio por terminada pronto, y se fue a dormir. Los demás se quedaron. Atravesó el pasillo sin luces prendidas, empujó la puerta, que había dejado entreabierta, y se acostó así nomás, como cayó. El murmullo de los demás era vivo y se fue apagando porque él se dormía de a poco, mientras se dormía.

Entrado el sueño, y sumido todo en gran silencio, en la misma posición en la que se acostó, sintió las manos de Cecilia en su rostro, lo acariciaba, lo miraba. No la veía, mantenía sus ojos cerrados, para que ella no lo viese. Y aunque no la veía, supo exactamente sus formas, casi recostada a su lado, suplicando en silencio que se despertara. Estaba más despierto que nunca, pero aun así, no le dio su desvelo. Simuló el más profundo sueño un largo rato. Cecilia se acostó totalmente a su lado, esperó.

Se fue. Se fue sin cerrar la puerta, y él estuvo seguro de que se detuvo bajo el dintel para volver a esperar sus ojos abiertos, confirmar su humillación consumada.

El día siguiente, una excursión los llevo a caballo por todo el lugar, esa extraña mezcla de bosque y mar. A cada paso, a cada minuto, le bullía esa necesidad de volver, de no haber ido con ellos. La siempre vigente necesidad de volver, si no a lo que más se quiere, al menos a lo que se necesita. A la soledad, para él, el lugar más seguro en este mundo. Su caballo era el más lento, el más común, el más vago. No mucho más que el de los demás. Cecilia iba a la par de Benito, iban de la mano por momentos. Lo vio tan solo a Benito, tan sin ella a ella.

Y de todos, que eran ocho o nueve, nada más Cecilia estaba sola. Con la soledad que tiene el que está vacío por dentro, no la de quien no está acompañado. De hecho, estaba con Benito, y se iban a casar en un mes.

Del paseo solo le quedó la intriga, la pregunta por siempre repetida de si es verdad que cada atardecer es distinto al que lo precedió, a los que le seguirán. Tarareó

“Malena”, aquel tango, y lo cantó también, a media voz, pero claro, muy claro. Uno de los otros lo miró extrañado.

- ¿Qué cantás? ¿Qué estás cantando?

- Malena- y siguió cantando, mirándolo, haciéndole las muecas, para que le acompañase con la letra. El otro se quedó mudo, con el rostro a medio estornudar, confuso. - ¿No conoces “Malena”?

- No, pero, cantálo, a ver, cantálo, me gusta.

Sintió la más suave y hermosa envidia de conocer una canción por primera vez. El encanto del asombro ante lo bello. Recordó la primera vez que escuchó aquella pieza rioplatense, y cómo se sintió, y le vino una sonriente envidia de saber que otro experimentaba eso mismo. Deberíamos compartir más a menudo las cosas que nos hacen felices. ¡Qué envidia! Pensó que sería eternamente feliz el hecho de conocer por primera vez cada cosa por la que sonreímos siempre de solo pensarlo; conocer por vez primera todas las veces, las cosas que nos gustan.

Anochecía a la vuelta. La oscuridad se derramaba insomne y azul sobre todas las cosas. Dejaron los caballos y se fueron a la orilla del mar. El océano jugaba a amar la tierra firme, la besaba y se volvía sobre sí. Le dejaba como si fueran besos, retazos de la última espuma salada y blanquísima de cada ola. Se sentaron todos a ver y sentir la orquesta de los solo dos instrumentos agua y viento, el eterno espectáculo de las olas nunca iguales con las que el mar toca la orilla, confiesa que sigue existiendo, y se va, para volver una y otra vez. Las orlas plateadas de luna de las olas, movedizas, frenéticas, solo ellas marcan el compás de la noche toda, confirman, atestiguan, que no se está solo entre los hombres, en la noche.

En silencio, uno señaló sin decir palabra un pescador, que, viviendo, pescaba en la más perfecta soledad.

Él sintió incontenibles ansias de ser ese pescador, a quien solo produce felicidad la envoltura de lo inmenso, la presa ganada, la canción del viento.

Cecilia lo miró, lo miraba, dentro de los brazos de Benito, quien contó historias de su abuelo que pescaba, Cecilia lo miraba.

Rogó a todos los cielos que no fuese ella a su habitación por la noche.

Se levantaron lentamente todos, como ungidos con el óleo del silencio nocturno que a todos aquieta. Se fueron a la casa, a dormir. Inquieto esperó a que todos estuviesen ya acostados. Benito le invitó una copa antes de dormir. Permanecieron en la galería que da al bosque, charlando estupideces de la siembra del año, de la música, del bioma costero. Señalaban las estrellas y dibujaban sobre los puntos rígidos, las curvas suaves que vieron los griegos en narcóticos ensueños de dioses y demonios.

Antes de irse definitivamente a dormir, Benito le pidió que fuera testigo en la boda. Aceptó de buen grado, los quería mucho a ambos y en breve despedida, enfilaron tambaleantes hacia los cuartos, Benito con Cecilia, él con él mismo, lleno de sí.

Cecilia se duerme todas las noches anhelando despertar en Praga, o París. Hasta que se case, se acostará pensando en su viaje de luna de miel por la costa amalfitana. Ni siquiera en la boda misma, menos aún en el compromiso de amor asumido, ni siquiera en lo que estaba viviendo, siempre a destiempo. A veces se pregunta si antes de dormirse no está ya soñando; si vive realmente, o si sueña dentro o fuera de la cama.

Por momentos también piensa –y asiente- que así les sucede a muchas muchachas que están prontas a casarse, o prontas a vivir. Benito le da la seguridad que necesita, la contiene, y le suma a su acuarela onírica los colores que le faltan a Venecia y a

Florencia. Todos necesitamos un Benito a veces. Las Cecilias los necesitan siempre, porque fuera de sus sueños hay un león hambriento, dispuesto a devorarlas sin clemencia.

Lo despidió hasta el día siguiente, y entró en la habitación, lo esperaba Cecilia, a él, su prometido. Lo esperaba o no, no se notaba realmente qué esperaba ella, si a él o al otro, en la habitación de al lado, o si esperaba algo en realidad… estaba sentada a mitad de la cama. La luz del velador solo revelaba una mitad recortada de Cecilia, la otra mitad, desaparecía en una oscuridad infinita y contorneaba en curvas sus partes visibles, que parecían querer desaparecer en la mitad eterna oscura, junto con su porción oculta.

Apoyaba sus manos en los muslos, expandidos suavemente por el peso de su cuerpo sobre la cama; los ojos inmensamente fijos y desafiantemente vivos, de inquieta porcelana virgen y piadosa. El pelo suelto y desparejo, liberado al movimiento del aire que entraba tímido por la ventana entreabierta, sobre el velador, bajo la noche, a su lado, entre ellos. Benito se acercó, pasó a su lado, le acarició el mentón, le besó la frente y se desplomó sin ruido junto a Cecilia. Ella sin moverse le tomó la mano, hasta que quedó dormido. Ella se levantó sin saberlo, sin sentirlo, sin quererlo quizás. Fue a verlo a él, que dormía desprolijo cruzado y destapado. Se acercó hasta él, se detuvo hasta donde su imantada esencia se hacía posiblemente soportable. No tuvo el valor de despertarlo, no estaba preparada para otra negativa. Le dejó una nota en la mesa de luz, llena de esperanza, vacía de amor, repleta de inconsistentes figuras de posesión fugaz y ardor sinsentido, real, viva.

Cuando despertó nadie había en la casa, las puertas estaban abiertas, las ventanas.

La libertad se paseaba sin ropas por cada recoveco, el mar entraba en sonidos, la tierra y las plantas en olores vivaces. Se sintió terriblemente vivo. Mientras tomaba un café, mirando inmóvil por una de las ventanas, revolvía y arrugaba y desarrugaba la nota que le había dejado Cecilia por la noche. La leyó muchas veces queriendo no entenderla, riendo y descreyendo en su contenido. Cómo explicarle a ella, o incluso a cualquiera que nada de lo escrito tenía que ver con él, con ellos, con nada. La nota pretendía un fuego de bengala, fugaz, y eso no existe en la carne. La carne se abrasa y se consume, la necedad perdura y se endurece cada vez más. Loco, casi impotente, escribió una nota respondiendo a la de ella. Prometiendo horario, fecha, locación, silencios, complicidad y concreción. Cuando terminó de escribirla, la miró, la releyó, la dejó en la mesada, y apoyando las dos manos la observó fijamente, concentrado.

Después la agarró con desprecio, sacó un fósforo de la cajita que tenía en el bolsillo de la camisa y la prendió fuego, y dejó que las cenizas se escaparan con la libertad del día.

Por la tarde llegaron todos, cubiertos de imperceptible sal, condimentados de sol de médanos y acantilados. Venían riendo y jugando, venían niños. Él estaba apoyado sobre el marco de la puerta y todos le pasaron por al lado, saludándolo, diciéndole hola, está lindísima el agua hoy. Cecilia pasó sin mirarlo, sin siquiera rozarlo, porque esperaba que él diera el siguiente paso. Nada sucedió.

Benito y los otros armaron una partida de cartas mientras la tarde empezaba a arrastrar tras de sí todo el día concurrido y se transformaba en noche. Cecilia y las demás, mientras tanto, salieron a la playa.

La noche había tomado forma ya, las mujeres no habían vuelto y ellos seguían instalados donde la noche los había agarrado sin sorpresa.

Se sintió inquieto, arrepentido. Lo miraba a Benito por sobre los demás, y quiso suprimir el acto insulso pero irreversible. Ya no había remedio, Cecilia llegaría pronto con las demás y la encontraría tan ahí escondida sobre sus cosas, escondida de Benito y los otros. Su aceptación, su caída, su estúpida rendición, su firma.

En la última apuesta, tuvo la chance. Con una mano sostenía las cartas por borde inferior, con la otra acariciaba el superior con el pulgar y el índice, como pasándoles una franela invisible. Con una mirada inescrupulosa los miró a todos, sin expresión alguna en el rostro, detuvo sus movimientos, y envolviendo las torrecitas de fichas, apostó all in con dos seis, la mano más perdedora posible en esa instancia. Los demás lo miraron sorprendidos pero sin manifestación de asombro. All in era mucho. Si alguno tenía un rey, un solo rey, el pozo estaba asegurado. Benito se fue el primero, perdiendolo apostado segundos atrás. Los demás se hicieron esperar, tratando de desvelar en él la mentira en alguna forma, alguna expresión, alguna mueca. No tenía el rey, no tenía nada. Se fueron dos, con Benito, y solo quedó uno. Al fin, nadie tenía el rey ganador.

Ganó el pozo acumulado, lo redó con el antebrazo. Acomodó las fichas mientras su cigarrillo bailaba en su boca sonriente de mentiras y apuestas descaradas. Cecilia entraba transparente por la casa, y vio como crecían sus montañas de fichas mientras las apilaba, se sonrió internamente –no le daría ni una sonrisa más hasta no saber si había respondido su nota- y saludando cortamente se fue a su habitación. Las demás se quedaron con ellos describiendo con detalles lo más ínfimo del día.

La encontró dentro de sus zapatos. Un hervor le recorrió el cuerpo, tembló. De desconcierto, de incertidumbre, de esperanza, de fosfórica timidez. La leyó lentamente, con el mentón pegado al pecho, susurrando, haciendo resbalar las eses, salivando. Se acomodó el pelo y guardó la nota en el bolsillo del pantalón. Salió a la cocina, donde estaba él, con Benito y los otros. Se quedó quieta, mirándolo, no podía contener la sonrisa, su alma desbordante. Lo miró, esperando sus ojos. Él la vio, se dio cuenta que la nota – la segunda nota, exacta a la primera quemada- había sido hallada y leída, mañana, por la mañana, en el bosque, junto al árbol caído.

Ella no podía esperar más, quería irse a dormir en ese mismo momento y despertarse instantáneamente en el día siguiente. Debía esperar. Él no la miró más, ni le habló en lo que quedó de la noche, arrogante y satisfecho del premio, sendos premios.

La noche sordomuda y petróleo pasaba como un tren de carga y condenaba a los mortales a esperar, a esperar como siempre cada cosa, cada anhelo, cada sol, cada mañana de todos los días. No se durmió en toda la noche. Fumaba impávido apoyado sobre los codos en su ventana. Quiso ver alguna estrella fugaz o algo. Nada. Solo veía pasar el tiempo en la inmensa oscuridad salada de afuera, y lo interrumpía con débiles aros de humo, que, en cruceros de levedad, atravesaban inverosímiles la fragilidad oscura del aire…

El alba estaba al acecho, asomaba ya por el horizonte inalcanzable, amaneció del modo más incierto, con promesas y augurios impensados. Ella despertó. En silencio se salió de la cama, besó a Benito en la frente, él la saludó desde otro mundo endeble. Casi en puntas de pie fue al baño a acomodarse el pelo, a perfumarse, a sacarse el sueño del ser. Se quedó solo con el camisón que su primer novio le había regalado un tiempo atrás, muchos años antes de haberle escrito esa nota del día anterior y salió de la casa.

Cuando quiso abrir la puerta para desanudar por fin el enroscado delirio, vio que colgaba del picaporte un hilo estúpido con una nota para Benito que decía: “Amigo, debí irme antes, no me verán por la mañana. Los veré en la boda el mes que viene, seguro estarás bien guapo”.

No lejos de allí, aun sin haber amanecido, con la última cerilla que le quedaba, la que debía haber aniquilado la segunda nota, encendió un cigarrillo, esperando en el andén al tren que lo llevaría a casa.

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