La colección y la herencia - Hernán Bruno

 

La colección y la herencia

           

            No recordaba cuándo exactamente había comenzado con esta costumbre, que ya a esta altura de su vida se había convertido en un berretín.

Este viejo de ochenta y seis años, yacente en una cama de hospital, lúcido pero moribundo, para qué negarlo, porfiaba caprichosamente con que lo ayudara. Con la excusa que probablemente sería la última vez, excusa que por otro lado era muy real, me insistía en que lo acomode mejor en la cama. ¡Y que iba a hacer!, es mi tío abuelo, ese tío que vaya uno a saber por qué se hizo tan cercano. Tan cercano que me tiene acá, a las tres de la mañana, en el décimo piso de una clínica de los suburbios esperando el final mientras lidio con su testarudez y su extraña manía.

En su relato rememoraba su primera vez.

Fue una vez que se había quedado a dormir en lo de su abuela, es decir mi tatarabuela, tendría seis o siete años; mientras me pide que corra la cama para acá y para allá, cuenta que se había quedado porque sus papás habían ido al velorio de un compañero de trabajo de su padre, mi bisabuelo. Encima está obsesionado con contarme todo el árbol genealógico. La cuestión es que esa abuela lo había despertado muy temprano para que la acompañe a hacer las compras, porque no se acuerda bien como era la cosa, pero parece que para conseguir las frutas y verduras más frescas había que ir a esa hora. Y dice con el asombro de aquel niño que fue, que salieron de la vieja casona cuando aún era de noche, y que ahí vió por primera vez amanecer, allá al fondo de la avenida, o al menos aclara que eso es lo que él recuerda como su primer amanecer. Dice esto mientras tose y me pide que lo siente más derecho, que acostado se ahoga y además no va a poder ver bien.

Enseguida después de tomar un vaso con agua, me aclara que él iba al colegio a la tarde y que por eso no estaba acostumbrado y nunca en toda su etapa escolar había visto cuando el sol sale, que con suerte se levantaba a las nueve cuando tenía tarea, que si no, nunca antes de las diez y media. Reconoce acto seguido como queriendo ser honesto con su infancia que existieron viajes de vacaciones en familia a la costa, con sus padres y su hermana, que no puede evitar explicar que es mi abuela. Que como era costumbre en esa época salían de noche para no trabarse en la ruta con los camiones y para llegar temprano y aprovechar el día en la playa.

 No tarda en relatar:

- Yo igual siempre viajaba muy dormido, con la cabeza apoyada sobre las piernas de tu abuela que era cinco años más grande, y además esos autos eran distintos a los de ahora, con más chapa que vidrios y no se veía nada para afuera, solo me subía en casa a oscuras y la noche dejaba de ser y empezaba el día, comiendo mediaslunas en el auto, cosa que me entusiasmaba más que mirar para afuera. Después, más de grande y en reiterados viajes a la costa me dí cuenta lo bueno que era haber nacido de frente al Atlántico, sino quizás hubiera visto atardeceres.

- Pero lo importante es que en esa época -sigue contando- solo era un, como decirlo, un recolector de amaneceres, me llamaban la atención su magia y su misterio, pero admito que me atraían más unas buenas mediaslunas o una cama calentita. Pero después, ¡ah! Ahí sí me convertí en un coleccionista, en un gran coleccionista. Por eso es muy importante esto que está por suceder. Dale mové la cama que no se va a enterar nadie -terminó diciendo mientras parecía quedarse dormido por el agotamiento.

Lo importante es que acá estoy acompañándolo y la verdad es que si bien he compartido cosas con él nunca me hubiese imaginado esta historia.

Abre los ojos y me pregunta qué hora es. Las cuatro menos cuarto, todavía falta, le digo, igual es verano no hay que esperar tanto.

- Sabés que pedí esta habitación por la orientación y en el piso más alto que se pudiese. Porque aunque sea entre edificios o entre los galpones de las fábricas, cuando el sol sale es un espectáculo único. Porque yo soy un coleccionista. No es lo mismo coleccionar que juntar. El que colecciona atrapa su joya, el objeto de su colección, y disfruta cuando lo hace. Y después lo cuida, y lo pone en una vitrina, en mi caso en la vitrina de la memoria. Y cada tanto los revisa, los desempolva y los vuelve a disfrutar. Dale acércame hasta la ventana que la enfermera de la noche es macanuda y ya le dí propina.

Luego de arrastrar la cama no sin esfuerzo y tratando de hacer el menor ruido posible.

- Vení, te voy a dejar a vos mi colección, como herencia.

Me acerqué y comenzó un relato que tenía el tono de los cuentos infantiles y la sabiduría de una tesis antropológica. Recorrimos con mucho detalle y sin vértigo, amaneceres que no se caracterizaban por ser raros, ni complicados, ni estrambóticos, eran amaneceres de la vida, pero ahí estaba lo especial, de la vida de un coleccionista que te mostraba cada pieza como un tesoro.

Hubo amaneceres quinceañeros, plagados de amor platónico, donde era más que suficiente acariciarse las manos mientras esperaban la luz de un nuevo día. También aquellos entre amigos donde abundaban las promesas eternas, los sueños a futuro, sueños grandilocuentes y exagerados. No faltó el relato tembloroso de esas salidas de sol tan esperadas que eran la única  salvación de una noche de insomnio habitada por esos terrores primitivos.

Cómo siguiendo un índice, ordenado y prolijo, como corresponde a una antología esmerada iba recorriendo un derrotero cronológico, lo que generaba un sube y baja de emociones. Así pasamos por los rutinarios amaneceres laborales, trabajos juveniles, que tenían más de monotonía que de encanto. No faltaron las tempranas mañanas que lo sorprendían borracho y de juerga. Hubo cierto pudor, diría que hasta se sonrojó, en amaneceres de pasión sexual que lo encontraron entrelazado con una mujer inolvidable, dijo sin ocultar cierta picardía, dejando escapar un suspiro cómplice.

No negó que hubo amaneceres de tristes despedidas, de pérdidas irremplazables, como también de descubrimientos reveladores y de encuentros, esos encuentros que te cambian la vida. Y todo contado con la sensibilidad y el detalle de aquel que ha hecho de su compilación una galería digna de un museo.

No sé si era la excitación o la enfermedad pero entre cuento y cuento se dormía y un silencio infinito inundaba la habitación. En uno de esos momentos me quedé mirando la ventana, como un guardia, un vigía que tiene una importantísima misión. En cuanto ví el primer lomo de amarillo-oro asomar entre dos edificios que estarían como a diez cuadras lo llamé, me acerqué y lo llamé, pero no se despertó, ya no estaba.

Una mezcla de enojo y dolor me toma mientras le digo que está amaneciendo, me duele que no pueda agregar esta pieza a su vitrina. Enseguida con más calma me consuela recordar que él siempre decía que las buenas colecciones siempre están incompletas, si no, no tienen gracia.

Me acerco nuevamente a la ventana y miro hasta que el sol me quema la vista o hasta que las lágrimas no me dejan ver, no tengo muy claro que es lo que me está pasando. Hasta que me doy cuenta que más que una herencia recibí un legado,  mi colección comenzaba con el amanecer que casi veo con mi tío.

 

Hernán.

 

 

 

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