El garganta 'i fierro - SANTIAGO BRUNO
El garganta `i fierro
“Incansable
trovador,
pechador de las trincheras,
alma de las tradiciones,
allá en las fiestas bandeñas…”
La primera noticia que me dieron aquel día fue la mejor que podía esperar. Todavía estaba en la cama, de hecho mamá vino a despertarme, y mientas abría la cortina me dijo: “viene a comer el abuelo”. ¡Qué feliz se puede hacer a un niño de 11 años con tan pocas palabras! Cuando venía el abuelo había varios motivos para alegrarse. Primero, que mamá cocinaba cosas más ricas de lo normal, y eso ya era mucho decir; segundo, que no dormíamos siesta, porque nos quedábamos con él, con la excusa perfecta para no hacerlo; tercero, último y más importante: que las historias que nos contaba el abuelo no tenían comparación. Era un clásico después de comer: los chicos nos sentábamos a su alrededor y él empezaba con todo tipo de relatos, que eran inventados, pero que siempre empezaban como si fueran una anécdota personal, un recuerdo. Tenía un don especial (no es fácil silenciar a niños preadolescentes por más de una hora). Siempre empezaba tranquilo, como tratando de buscar la historia en el archivo de su memoria. Iba entrando en calor de a poco, hasta que saltaba de su silla y con ademanes y gesticulaciones, que con el tiempo aprendimos que eran exageradas, le daba vida a lo que salía por su boca. Aquello no era solo palabras, eran ruidos, silencios, colores, sabores, vida, y se mezclaban en un torbellino que no queríamos que terminara jamás. Siempre nos dejaba a mí y a mis primos con la boca abierta y pidiendo más. Después agarraba la guitarra y venían mis viejos y tíos a cantar y tocar un buen rato, por lo general hasta la noche, o al menos para nosotros, hasta que nos mandaban a dormir. En fin, las tardes con el abuelo eran las mejores.
Con el tiempo, mi abuelo se hizo mayor y si bien nos seguía contando historias, no era lo mismo que antes. Nosotros también nos hicimos más incrédulos con la edad, supongo. Incluso aprendimos algo de música y tocábamos y cantábamos con los grandes hasta tarde; a veces nos quedábamos hasta el otro día, si se sumaban algunos amigos. Una vez lo invitamos al abuelo a que se quede. Ese día éramos varios, incluyendo a algunos que ya eran habitué de los postres de mamá, todos guitarreros y cantores, que venían a pasar la noche, mientras que los de mi familia se iban yendo. Ya estaba cayendo el sol y algunos habían traído vino y cerveza, así que pintaba para largo.
-Se armó linda, abu. Quedate- A lo que me preguntó:
- ¿Hasta qué hora?-
- ¡Qué sé yo! Hasta que se vaya el último. A lo mejor hasta vamos a comprar facturas para el desayuno y todo”. Me miró y me dijo:
- ¡Ah!, como el “garganta ´i fierro”-
- ¡¿Quién?!- pregunté a coro con algunos que estaban escuchando, esperando la respuesta de mi abuelo.
- ¿No saben quién es el “garganta ´i fierro”? ¿Y ustedes se llaman músicos? ¿Cantantes? – nos miró en nuestros ojos perdidos. – Supongo que tampoco escucharon nunca su canción – Más nos desconcertó. Como ya estábamos todos atentos a lo que decía, agarró una guitarra y la empezó a afinar. Con los primero acordes, se armó un silencio absoluto y todos pudimos escuchar claramente la letra. Era una chacarera bien santiagueña, con una melodía pegadiza, y dibujaba la estampa de alguien que era poco menos que un héroe, por supuesto respetado y querido por muchos. Nadie la bailó, ni se escuchó palabra hasta que terminó de sonar la última nota, esa vibración de la cuerda que queda en el aire por unos segundos más. Silencio de radio. Todos expectantes. Después de unos momentos de tensión, ya casi incómodos, dijo mi amigo Martín:
- ¿Y Don Alfonso? ¿Nos va a contar su historia o no?-
Mi abuelo me miró y solemnemente comenzó:
- Nadie sabía su nombre real, para todos era el “garganta ´i fierro”. Un hombre de campo. Algunos dicen que de Santiago del Estero, otros de Salta, en fin, esas peleas absurdas. Siempre vestía bombacha de gaucho, guardamonte, vincha y llevaba la guitarra como si fuera una extensión de su propio brazo. La barba siempre larga, hasta el pecho y canosa, aunque no toda blanca. Iba con su caballo de pueblo en pueblo, de rancho en rancho, cuando Argentina todavía no era lo que es ahora. Cantaba historias, inventaba ritmos y escribía canciones, aunque dicen que no sabía ni leer ni escribir, que alguien lo hacía por él. No era muy alto y se decía que no tenía casa, que siempre alguien lo recibía como de la familia. Era muy carismático, y nunca se peleó con nadie…-
Estábamos todos alucinados con el personaje. Encima mi abuelo se empezó a cebar en la historia, y al fin mis amigos conocieron al viejo “Alfon” (como le decían algunos) de la manera que yo siempre les contaba. Éramos todos niños otra vez, sentados alrededor de mi abuelo, escuchando como si fuera la historia épica de nuestro superhéroe favorito. Él también disfrutaba. Hacía tiempo que no lo veíamos así. Nos actuaba la mímica de cómo cabalgaba el “garganta ´i fierro”; el viento que arqueaba su barba, nos besaba en la cara; el sol que quemaba su piel, lo veíamos claro y brillante a las once de la noche; hasta escuchábamos su voz firme y dura llenando el espacio, cantando chacareras, gatos y zambas (vi alguno llorando en una que otra). Y así parecía que trasnochaba con nosotros.
- Los carnavales empezaban cuando él llegaba, no al revés. Todos esperaban con ansias en Febrero su presencia, porque entendían lo que se venía. – Nos seguía contando mi abuelo. – En las pulperías de los pueblos donde llegaba montando su zaino, se armaba farra hasta que se iba, y él estaba siempre presente, tocado la guitarra y cantando, animando toda la noche. Se lo escuchaba en los pueblos alrededor y la gente venía, porque lo reconocían. Ya de día y de un momento para otro, desaparecía. Era como que había terminado el trabajo. Era un artista de esos solitarios, pero sumamente entrañable. Tan entrañable, que cuando murió las cuerdas de las guitarra enmudecieron un par de años, en señal de luto. Dicen que los velaron las estrellas, porque no tenía familia que lo acompañara, y nadie mejor que ellas, testigos de sus andanzas nocturnas llenas de alegría y música. La gente en los pueblos, al principio, se preguntaba dónde se había metido, dónde se habría ido, dónde estaría mejor que acá y después empezaron a extrañarlo.
Nos tenía a todos totalmente en vilo. Y de repente, de la nada, dice:
- Yo lo conocí. – Nocau técnico general. Yo sé que lo hacía a propósito. Así era mi abuelo. Creaba la máxima tensión acercándose al final del relato, pero tengo que reconocer que esa vez me agarró por sorpresa. – Estábamos de viaje por el interior con unos amigos. Nos gustaba recorrer los pueblitos más perdidos y hasta bromeábamos con encontrarlo alguna vez. Hasta que se dio. No me acuerdo el nombre del lugar, pero empezó a llegar gente de todos lados y a juntarse en la pulpería, la única que había en el pueblo. Por curiosidad y con gran esperanza nos fuimos todos con las guitarras para allá. Entramos. El lugar estaba lleno de gente que no entraba nadie más, había mucho ruido. Preguntamos a alguno que qué pasaba, “vino el garganta ´i fierro”, fue su grito. Escuchar su nombre ya nos emocionaba, y no podíamos creer que por fin lo íbamos a conocer. Tenían un lugar reservado para él en el centro, y tratamos de acercarnos lo más posible. Se empezó a hacer silencio de a poco, hasta que entró ante las miradas de todos lo que estábamos ahí. Ya estaba viejito y caminaba lento y encorvado, a lo mejor por los años de llevar a la espalda su guitarra. Pero, ¡qué noche!, por lejos, la mejor de nuestras vidas. Cantaba como nadie y nos sorprendió que no paró ni un momento de animar la velada. Invitaba a bailar, a cantar y tocar la guitarra con él. Tenía una voz increíble, con mucha fuerza, nunca habíamos escuchado a alguien así. Tomaba de vez en cuando un poco de vino, como para lubricar, y empalmaba las canciones una tras otra. También cantaba a pedido. Antes de salir el sol, lo vi llorando una zamba de esas tristonas, que hablaba de volver al pago o algo así; ahí vimos que algún dolor o pena le atravesaba el alma, de esto nadie supo nada. En ese momento vi lo que me habían contado hacía un tiempo ya: que era muy amigo del lucero, que era siempre el primero en llegar y el último en irse cuando se ponía a cantar, y a él le dedicaba siempre las canciones del final, que, como saben, suelen ser las mejores. Se miraban a los ojos, esperando juntos que saliera el sol, y anunciara que el fin era próximo. Y cuando nos quisimos dar cuenta, ya no estaba más, el “garganta ´i fierro” se había ido de nuestras vidas. Y no lo volvimos a ver. Viajamos muchas veces más, pero esa fue la única noche que pudimos escuchar ese talento sin igual. Todavía me parece escucharlo algunas noches, como que su canto llega de lejos para aliviar los pesares. – Hizo una pausa, como conteniendo alguna lagrima traidora. – Aunque nos llegaron nuevas historias de él con el tiempo. Siguió cantando hasta que murió, algunos dicen que incluso murió cantando (¡quien pudiera!). Que de ver tantos amaneceres quedó ciego y tenían que ayudarlo para llegar a las pulperías y a los pueblos. Y que un amanecer en una de esas noches que nadie quiere que termine, con el lucero en las pupilas y en los labios, se fundió con el sol que salía en un nuevo día, y que ya nadie lo vio nunca más. -
Santiago
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