Aunque no lo veamos, siempre está - Stella Maris Pagano y Miguel Bruno

 

Aunque no lo veamos, siempre está

 

—Pasame la linterna —dijo.

—Contame otra vez.

—Es como si juntaras todas las lámparas que teníamos allá en las cuevas, o muchas más, y formaran una sola luz. Tan fuerte, que no podrías mirar directamente.

            Me quedé en silencio. Él me miró, como esperando.

            — ¿Te imaginás?

            —Sí, sí.

            —No te imaginás. Ya lo vas a ver.

            Llevábamos dos semanas de viaje, y lo único que hacía era caminar hasta que las piernas me ardieran, organizar las carpas para las paradas de descanso y pedirle a José que me volviera contar cómo era esa luz.

            Cuando conocí a José, al principio no le creí. La gente reunida a su alrededor, escuchaba las cosas que contaba.

            —Está loco —decían las personas de la comunidad. A mí me entusiasmaba la idea de salir, de un mundo exterior, un mundo sin oscuridad.

            —No existe un mundo exterior —había dicho mi padre.

La siguiente vez que escuché a José hablar, me quedé hasta el final, cuando ya todos se habían ido y me acerqué a él. José era un viejo de mirada tranquila.

            — ¿Cómo sabe que es cierto? —pregunté.

            —Lo vi. Viví ahí. Sé que es cierto.

            —No puede ser.

            —Si el mundo fuera solo oscuridad, ¿por qué existirían criaturas como nosotros que no podemos ver en ella?

            Lo ayudé a organizar el viaje hacia el exterior. Fuimos puerta por puerta en las cuevas, preguntamos quién quería acompañarnos. Juntamos alrededor de veinte personas.

            Fue doloroso abandonar a mis amigos y a mi familia, pero si lo que José decía era cierto, yo tenía que conocer ese lugar.

Hicimos nuestra última parada. Nos sentamos alrededor del fuego y, cuando José se fue a dormir, los murmullos volvieron a escucharse:

—El viejo está loco, es todo mentira. Una fantasía de él.

            —Abandoné a mi familia por nada, yo me vuelvo.

            —Las piernas me duelen, no aguanto más. Un mundo con luz, por el amor de Dios.

            No pude dormir. Horas después, José despertó y me vio sentado junto a las cenizas del fogón. Yo era la única persona que quedaba. Por un momento creí que íbamos a abandonar el viaje y volver.

            —Sigamos, seguro falta poco —dijo José.

            Dicen que el último tramo siempre es el más largo. Caminamos durante horas.

            —José… —dije en un momento y me detuve.

            — ¿Qué pasa?

            — ¿Estás seguro?

            No dijo nada y siguió caminando. Pero yo me quedé quieto.

            —Estoy cansado —dije.

            —Es porque viviste toda tu vida de noche, y la noche es para dormir.

            — ¿Qué es la noche?

            —Cuando conozcas la luz, vas a entender.

            Caminamos más. En cierto punto, sentí que José se quedaba sin aliento y que las piernas no le respondían.

            —Esto no termina más —dijo.

Lo sostuve y lo ayudé a caminar. Sentí su cuerpo transpirado y envejecido y ahí supe que, aunque ya no tuviera esperanzas, iba a acompañarlo hasta el final.

—No puede ser infinito este camino. En algún momento tiene que terminar, ¿sabés quién me enseñó eso?

Él sonrió, juntó todas sus fuerzas, y seguimos.

Llegamos a una parte en la que la cueva se abría. Casi arrastrando a José, la atravesamos. Sentí un viento y algo distinto en el suelo, como un pasto suave. Nos tiramos en la entrada y respiramos profundo.

Estábamos en el exterior. Todo era más colorido, pero seguía siendo oscuro. José parecía derrotado, a punto de llorar.

—Fue algo que soñé, un invento de mi memoria. Estaba seguro… Fue hace tantos años, cuando era un niño. Confiaste en mí.

—Valió la pena el sacrificio. El camino tuvo sentido. Tiene que haberlo tenido —dije, pero lo decía solo para tranquilizarlo.

Nos quedamos ahí, tirados en el pasto. El viento nos pegaba en la cara. José cerró los ojos, no iba a soportar mucho más. Yo tampoco. El tiempo pasó, el pasto se movía. La entrada de la cueva, las montañas alrededor, algo de todo eso parecía decirnos algo.

Cuando ya me calmé del todo y me preparé para el final, un ardor molesto en los ojos me hizo prestar más atención. Entre las montañas, una esfera rojiza empezó a elevarse. Era como el fuego, pero nada parecido al fuego en realidad.

—José, ¡Abrí los ojos!

José se movió un poco pero dejó los ojos cerrados.

La esfera siguió subiendo y tuve que apartar la vista.

— ¡José! Mirá.

Ahí abrió los ojos, y enseguida tuvo que taparse. Me apretó fuerte la mano y nos quedamos así durante un rato largo, contemplando, brillante e imponente, mi primer amanecer.

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