Vaya, reciba su premio - LUCAS BRUNO

Vaya, reciba su premio

El ruso transpiraba, no más que yo, de todos modos. Se amasaba la cara, me
miraba, miraba la tribuna, buscando alguna respuesta, o cualquier cosa en absoluto. Era
un ruso bien ruso, tan ruso que solo hablaba su idioma, y parece que era del norte, le
faltaba un pedacito de la punta de la nariz. Ahora que lo pienso, que lo describo, todo
fue por el calor. Sí, eso debió haber sido, el calor, pobre ruso. Me enteré después que
había viajado con un montón de abrigos y ropas gruesas. ¿Nadie le dijo que en Cuba
hace calor en esta época?
Yo había llegado a Guantánamo hacía varios días ya. Mi hermano, el loco, estaba
viviendo allí. Es excelente chef y había conseguido un buen puesto en un crucero que lo
liberó de la tierra firme y de las ataduras que a nosotros, los no locos, nos estancan en el
continente: el trabajo, los horarios, y hasta cosas como un auto, o más aún, una ruta,
¡vaya ataduras!
El loco me invitó “all inclusive” pago yo vos venite al barco, esta buenísimo. Y,
obviamente, fui.
Alargaría mucho la cosa si contara lo que sucedió desde mi casa en Bolívar hasta
Guantánamo, así que lo voy obviar, aunque sí me permito decir que fue una travesía
extravagante. Deberían mejorar las carreteras del interior. Y los servicios
aeroportuarios. Y bajar el precio de los peajes. Y el de la nafta.
Bien, me recibió mi hermano en el aeropuerto. El se alegró, yo me alegré, pero
igual no me preguntó cómo estuvo el viaje, me vio la cara de Bolívar- Santiago de Cuba
38 horas distantes.
Me llevó a su casa en Guantánamo, preciosa. Si supiera cocinar me dedicaría a
esto. Aún así, me dijo que era solo provisorio, que en unos meses estaría en España, o
en Portugal, o en Hawaii. Un poco de envidia, la vida se le media en millas marinas, en
litros de mar, no en días, ni horas ni horarios de oficina, o en tiempo de siembra y de
cosecha. Me pregunté si era eso en verdad vida, y después me respondí que sí. Aún
conservo lo que recibí de premio, quizás haré algo parecido, veré si vendo rápido el
campo.
Recorrimos el lugar unos días antes de embarcar, ninguno tenía preocupaciones.
Volví a calzarme unas chancletas, esas que cincelan como tortura la unión del pulgar y
el índice de los pies. Prometí internamente nunca jamás comprar esa cosa, y es más, a
los treinta metros de uso las revoleé por el cielo cubano de un modo muy catártico.
Anduve descalzo hasta embarcar. Cuatro días.
Conocí a su equipo de cocineros. Caí redado absolutamente por la gracia de
Ángela, la jefa en pastelería y postres. Armé estrategias de conquista en el acto de
estrechar su mano. Pensé que en el crucero tendría alguna chance. (Lo adelanto ahora:
solo me dirigió la palabra una vez, para decirme que no entrara descalzo a la cocina). Y
Pablo, que me enseñó a hacer arepas venezolanas. También me enseñó la jugada
ganadora, a él le debo el premio. Me la enseñó con mariscos y almejas.
El crucero duró una semana exacta. Para ser sincero, esperaba más. No voy a
negar que es una experiencia novedosa, pero digan lo que digan, no puede el hombre
atarse al agua, su esencia misma le pide firmeza. ¿De dónde tomará el impulso para
saltar si se aferra al agua? Aún así, la inmensidad oceánica ayuda acaso a saberse
ínfimo.
Embarcamos por la mañana, el día brillaba desde su primer sol y se pronosticaba
buen tiempo toda la semana. El barco era inmenso, lujoso, espectacular, blanco y gordo.
Mi habitación, otro lujo, entre la de mi hermano y la de Ángela.
El primer día, bebía un bitter, contemplando (o en postura de contemplación, al
menos) el agua oscurísima, apoyado muy galán en el borde del monstruo marino. Pablo
se acercó brillante y sonriente y me pregunto si sabía jugar al ajedrez. Y mientras
esperaba mi respuesta sorbió abriendo los ojos negros un gin-tonic asesino. Le dije que
sí, pero que ni cerca de ser un gran estratega. Entonces, como él estaba en su tiempo
libre y yo sin tiempos, me enseñó una jugada infalible. Me dijo que solo un ruso podría
descubrirla a tiempo, y que había un torneo en La Habana, justo el día que el crucero
terminaba. Descartando mi posibilidad de ganarlo e incluso de participar, me puse a
jugar al ajedrez en el medio del Atlántico, con Pablo, pensando en Ángela, moviendo
los dedos de los pies.
A mi hermano lo vi al tercer día. Estaba contento, movedizo y algo cansado.
Bebimos vino por la noche junto a la piscina del crucero. Me señaló estrellas y
constelaciones útiles a los navegantes de antaño. Me contó cosas sin sentido (para mí)
de recetas asiáticas y de Colón y de Marco Polo. Casi que no lo escuché, mezclaba las
historias, las fechas, los datos. Le conté que en La Habana iba a dejarlo, que me anotaría
en un torneo de ajedrez. Se rió y brindamos por tanta locura, por la vida y el mar, por la
tierra. Sobre nosotros, el cielo parecía más bien un gran celofán negro pinchado por
todos lados con exacta precisión.
Al final, el último día lo fui a visitar a su oficina de pimientos, aderezos y
pescados. Me saludó desde el fondo con su galera blanca de chef. Que gracioso se veía
así. Justo en la puerta de la cocina, Ángela apoyó su mano sobre mi pecho, y con el
envión que llevaba me acerqué a ella en el mismo momento. Me quedé helado. Presentí
con absoluta seguridad su aceptación. Me miró a los ojos fijamente. No apartó la mano.
Y me dijo: “no puedes entrar aquí, y menos descalzo”. Estuve tan enamorado. Mi
hermano reía a carcajadas picando un apio, preparando una ensalada Waldorf.
Se escuchó en el alto parlante: “prepárense a descender, llegaremos a destino en
veinte minutos, favor de tener efectos personales a mano”. Me asomé pecho afuera por
la baranda, y ahí estaba, como emergiendo de lo profundo del mar, La Habana. Crecía
de a poco su extensión, como comiendo el océano, como succionando el crucero, y sentí
muy sensiblemente como me atraía la tierra. Recordé Bolívar y las vacas. Mi hermano
me acompañó esos últimos momentos, me dejó anotados su teléfono y dirección y me
dijo que me esperaba cuando yo quisiera en su casa. Corriendo, muy apurado, se acercó
Pablo con su bandeja llena de almejas y camarones. Me tomó del rostro y me dijo,
agarrando un camarón: “esta es la reina, se mueve hasta aquí y aquí la dejas (y la
cambió la posición en la bandeja); después tomas este alfil (una almeja) y lo llevás hasta
aquí (otro logar del tablero comestible). ¡Pum! Jaque Mate”. Le dije que debía pedirle
un gran favor, si podía darme sus zapatillas, ya que las mías habían quedado en
Guantánamo. Se rio, me las regaló y me regaló también dos camarones. Reía sin parar.
Es difícil de describirlo todo, mucho más relatarlo cronológicamente. Para
simplificar los hechos diré: alquilé una habitación en un hotel justo frente al club donde
se llevaría a cabo el torneo. Me inscribí ese mismo día.
- Nombre.
- Aturo Flores.
- Nacionalidad.
- Argentino.
- Nivel de juego.
- Experto. (Total, ¿quién me conocía ahí?, me iba al día siguiente y sobre todas
las cosas, era mucho más interesante ganarle a los mejores sin saber que ganar
o perder con los peores).
- Muy bien Sr. Flores, su primera partida, es dentro de dos horas, suerte. El
premio son 5.000 dólares.
Me hice el entendido, el superado, el serio. Por dentro no podía creer que el
premio fuera tan grande, y ya que estaba, me imaginé recibiendo esa suma, vistiendo
muy ridículamente ropa muy cara en París, o en Bruselas. Y después volví la realidad, a
la recepción del torneo.
Me pareció oportuno tomar una siesta antes. Así que volví al hotel, entré en la
habitación, puse la alarma despertador lo más fuerte que podía, no fuese a ser que del
cansancio siga de largo con el sueño.
Tuve un sueño muy gracioso con un inventado comprador del campo, un abogado
y mi despedida de las vacas y de la tierra. Y un montón de cosas más en extraño fárrago.
¡Qué graciosos son los juegos del Demiurgo en la tierra de los hombres!
La alarma sonó caprichosa e impaciente. Desperté (creo) con una lentitud notable.
No tuve que vestirme, me había acostado con el mismo envión con el que entré a la
habitación. Más o menos me acomodé el pelo y salí ya despabilado (creo) al club.
Estaba lleno de gente. Banderas de todos los países en las tribunas. No tenía idea
de la popularidad del torneo. Debería aprender a jugar ajedrez más seguido. Estaba
entusiasmado, encarnando mi nuevo personaje experto en ajedrez. Para la primera
partida el calor ya se había hecho notar. Me tocó con un cubano que me regaló la reina
en una jugada muy extraña y le gané rápidamente. Reconozco que no tuve mérito con
ese, fue un error del rival. El segundo fue más bravo. Disputamos hora y media en un
campo de batalla muy bombardeado, me dolía la espalda cuando me enderecé por fin
triunfante. Era un croata que había llevado a diez personas, bandera y todo. Uno más y
estaría en la semifinal. No se me había presentado aún la chance de hacer mi jugada
imbatible. Mi contrincante siguiente fue un danés. Era amarillo y enorme y cuando se
sentó a jugar se desvaneció. El club era un sauna, hacían 39°C, pobre vikingo. Me
dieron el punto. Quedaban solo dos contrincantes en el camino hacia mi premio.
Anunciaron las nacionalidades de mi semifinal. Argentina-Colombia. Tenía miedo,
estaba nervioso, acalorado. Flores, Arturo, argentino, jugará con blancas contra
Amadeo, Pablo, colombiano. Era Pablo. Un temblor (no de frío, ciertamente) me
recorrió el cuerpo. Ni me saludó. Comprendí que hasta ahí había llegado mi ilusión.
Comenzó la partida. Las piezas casi ni se movían. Cada movimiento era analizado muy
profundamente. Y entonces, sucedió. Pablo comió sin piedad una de mis torres. Me
sentí muy mal, no lo vi venir entre tanta consideración de jugadas. Pablo me había
tendido una trampa en el crucero.
Pero, sin embargo, no bajé los brazos, esperé. Noté que Pablo me miraba
desesperado, ninguno podía hablar con el contrincante hasta terminar la partida, quería
entender lo que quería decirme. Me miraba como pidiéndome algo, no entendía.
Entonces le preguntó al árbitro si le gustaban las almejas. Lo miró muy extrañado y le
respondió que se enfoque en el juego. Y ahí lo entendí, cuando dijo “almejas” mi guiñó
el ojo, y me señaló con el mentón el tablero, mi alfil. Al comer mi torre, había liberado
el camino del alfil para la jugada invencible. Segundos después estrechaba mi mano en
actitud pseudo-dolida de derrota, y me dijo: “ten cuidado, parcero, en la final está un
ruso, no podrás hacer la jugada. O si la haces debes distraerlo con otra cosa, si no, se
dará cuenta, suerte, mi hermano”. Y después dijo que se tenía que ir, que quizás nos
veríamos en casa de mi hermano.
A todo esto, yo había despertado de mi siesta hacía (creo) seis horas, y ya
necesitaba otra.
La gran final. En el centro de la cancha de básquet, el ruso, el árbitro y yo.
Alrededor, miles de personas, banderas, y un calor insoportable. La partida duró 23
minutos. Yo no sabía ni sé jugar bien al ajedrez, sabía que necesitaba algo más que la
jugada de Pablo, así que agarré una campera bien abrigada de invierno (tenía mi valija a
mano, partía inmediatamente después del torneo) y me la puse, y me la abotoné hasta el
cuello. El ruso me miró, sin poder creerlo. Estaba más que confundido. Después de cada
movimiento levantaba la mirada para ver si seguía yo abrigado. Yo lo miraba de lo más
tranquilo.
Aproveché un momento en el que el sudor anegaba sus ojos, y le hice una jugada
muy engañosa y descubrí una torre. La asesinó al instante. Sonreí. Tomé un camarón, lo
posicioné, y, confundido, lo enfrentó con un inerme peón. Acto seguido, mi almeja-alfil
decretó la defunción del acalorado ruso que miraba su bandera a lo lejos.
Me saqué la campera, no solo para saludarlo, sino también porque estaba a punto
de desmayarme, estaba totalmente transpirado. El ruso me saludó, estaba perplejo, y
repetía en su cabeza la jugada ganadora.
A las siete horas veintitrés minutos (creo) de haberme despertado me alistaba para
recibir mi dolarizado premio.
Arturo Flores. No lo podía creer. Antes de avanzar y hacerme camino por las
gradas, apoyándome una mano en el hombro, Pablo, que había permanecido allí todo el
tiempo, viéndome orgulloso, me dijo: “vaya mi amigo, vaya a recibir su premio”.
Todo indica que es un sueño, que aun estoy en la cama del hotel, esperando por la
alarma. Pero antes de la jugada final, por debajo de la mesa me pellizqué el muslo. Y
me dolió. Me dolió bastante.

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